El día en que Froilán había decidido morir, cumplía los cuarenta años. Se levantó a las 05:00 de la madrugada, abrió la ventana de su habitación y contempló aquel cielo encapotado con nubes negras como el carbón, el viento soplaba y mecía las ramas de los árboles, mientras, caía una llovizna que pronto se convertiría en aguacero.
Luego se dispuso a recorrer los pasillos largos, anchos y de techos altos de aquella casa de época colonial con paredes que emanaban frío que taladraba los huesos hasta el tuétano, paredes desnudas de colores grises descoloridos por el paso del tiempo que infundían tristeza y daban un aspecto casi macabro que se acentuaba con la oscuridad dando la apariencia de una casa de fantasmas. Durante aquel trayecto no paró de escuchar quejidos que procedían de todas las habitaciones situadas unas al lado de otras, quejidos que eran habituales a todas horas en aquella casa pero que aún así le estremecía. Toda su vida había escuchado esos quejidos de todos quienes habitaban aquella casa propiedad de sus abuelos donde había crecido, quejidos como consecuencia de dolores desesperantes que los vivía con angustia. En aquella casa era una norma que cada componente de la familia al cumplir los cuarenta años, y como si de una herencia se tratase, debutaban con dolores insoportables en articulaciones y de las vísceras sin que nunca se supiese el mal que las causaba. Sin embargo, esos padecimientos no eran letales y la familia gozaba de una característica
más, la longevidad.
Froilán que durante su infancia había vivido esos quejidos, a veces con tristeza y miedo, a pesar de su carácter alegre y una fortaleza física envidiable, siempre fue consciente de que aquellos dolores transformaban el carácter y la apariencia de quienes lo padecían. Constantemente recordaba a su tío Ángel antes de cumplir los cuarenta años, con quien había crecido y disfrutado gran parte de su niñez, y a quién siempre admiraba e incluso deseaba ser como él: un hombre que irradiaba alegría, simpatía, con una fortaleza física y buena apariencia. Sin embargo, y como solía ocurrir en aquella familia, aquel ser querido al cumplir los cuarenta años había empezado a experimentar dolores interminables e intratables que producían constantemente quejidos horribles. Dolores que terminaron borrando esa alegría, vitalidad y simpatía que Froilán siempre recordaba, dolores que habían desfigurado aquel rostro y convertido en un rostro que reflejaba angustia, transmitía desagrado y causaba miedo. Ese dolor le había transformado en una persona más bien fría que emitía quejidos que le obligaban deambular como queriendo huir del dolor; en otros momentos permanecía quieto como si estuviese vencido ante la búsqueda de la huida de dicho padecimiento. Además, el dolor
producía insomnio que parecía perpetuarse noche a noche, como si fuesen reverberaciones de noches anteriores. Esta situación llevaba a extremos que en ocasiones llegaba a producir agitación explosiva, seguida de confusión mental y alucinaciones persecutorias para posteriormente producir total inmovilización permaneciendo con los ojos abiertos. Froilán había llegado a la conclusión de que no cerraban los ojos para evitar entrar en ensoñaciones, situación que generalmente le provocaba movimientos explosivos y violentos, y más agitación reflejando en sus rostro más espanto, acontecimientos que terminaba produciendo gritos y quejidos que se repetían una y otra vez. Hechos que creaban escenarios que ni el más ingenioso torturador en su mejor momento de inspiración podría haber inventado. Froilán sabía que todo aquello había transformado a su ser querido, aquel dolor había cambiado su carácter y el insomnio desfigurado su rostro por lo que había asumido que su vida no seguiría, necesariamente, ese destino.
Froilán terminó el recorrido por los pasillos, se dirigió hacia un patio siguiendo el vestigio de un sendero recto que a los lados estaba cubierto de arbustos que ocultaban algunas flores dando la apariencia del rastro de un jardín. Caminaba bajo la lluvia sin protección, con la mirada ausente, la cabeza descubierta, los brazos le colgaban desmayadamente como si le pesasen; sin embargo, no parecía notar en absoluto la lluvia y el frío penetrante. Al final del sendero se encontró con una torre campanario la cual subió sin ninguna prisa, peldaño a peldaño hasta alcanzar la parte superior donde se encontraba una cuerda de cáñamo con un nudo as de guía en un extremo, y el otro extremo sujeto al mango de una campana de bronce de superficie inmensa. Se colocó la cuerda al cuello, ajustó el nudo, dio algunos pasos hasta el límite del precipicio, miró hacia el infinito y con voz suave dijo: – el dolor, el insomnio y la vejez, no van conmigo
– acto seguido dio un paso al vacío.
El repiqueteo de la campana puso de pie a todo quien se encontraba en la casa, rodearon el campanario desde donde observaron, ahora en silencio, cómo pendulaba un cuerpo ya sin vida. El abuelo, caminó lenta y pesadamente hacia los peldaños mientras emitía quejidos de dolor y susurraba: no era necesario, tú no hubieses sufrido nunca, no llevas nuestra sangre maldita…
Dr. Pablo Quiroga Subirana